lunes, 30 de marzo de 2009

El desierto de lo real

“Bienvenido al desierto de lo real”. Morfeo. Matrix (1999).

Fulano entra en una floristería a comprar una rosa. No sabe que va a salir con las manos vacías. La rosa no existe. Al menos no como él cree.

Empecemos por el principio.

La rosa no posee existencia intrínseca. No es sólida, no existe como rosa por sí misma. Fulano la percibe como un todo macizo, independiente, aislado, pero no es así. Es una ilusión producida por los procesos de su mente, por un conjunto de herramientas caracterizadas por su eficacia e inmediatez. Son ellas las encargadas de digerir la información, analizar, agrupar, sintetizar, de manera que Fulano pueda solidificar, diferenciar y hacer parcelas de realidad: una flor determinada. Pero hay un detalle. La rosa existe ajena a su propia e ilusoria individualidad. No es un todo o un fin en sí misma. Está compuesta por partes y componentes. Es pétalos, tallo, espinas, agua, hojas, es todos estos elementos pero ninguno de ellos con exclusividad. No es sólo una espina, pues la llamaríamos espina y no rosa, y no es un conjunto de elementos adheridos a una espina, por ejemplo. Es todas sus partes y ninguna. El todo es más que la suma de sus partes y viceversa. Eso a simple vista. A punta de microscopio la rosa es aún mucho más: células, energía constantemente moviéndose y cambiando. Aunque Fulano no lo vea.

La rosa es interdependiente, lo que es lo mismo decir que no existe con autonomía, no es una isla apartada del resto de los fenómenos. Para aparecer ante Fulano como lo hace, depende de la interacción. Con la luz, por ejemplo. De hecho, el ojo de Fulano no ve la rosa, sino el reflejo de la luz que incide sobre ella. A oscuras no podría verla. Para que pueda percibirla como lo hace ahora, es necesaria la confluencia interdependiente de muchos factores: la gravedad, el espacio, el tiempo. Incluso de algunos externos que provienen sólo del mismo Fulano. Como el hecho de no que no sea ciego.

La rosa es el resultado de causas y condiciones. Su efecto actual proviene de ellas. Sol, agua, aire, tierra. La rosa es como es gracias a la agrupación específica de dichas causas y condiciones, de lo contrario sería otra cosa, el efecto sería diferente. Podría asimilarse a una canción. La rosa es una canción interpretada por una orquesta. Melodía, ritmo y armonía. Esa canción la escuchamos como un todo: la canción. Pero ella es la suma de varios instrumentos, cada uno con su particularidad, cada uno a cargo de un músico diferente, en tiempos y con fines distintos. El hecho de que se escuche al mismo tiempo la combinación de la canción, y de la rosa, no significa que no sea tocada en fragmentos distintos y acoplados en sincronía. De no ser así, todas las rosas fueran iguales, y las canciones, una misma.

La rosa no es permanente. Se trata de una mutación en progreso. Hace unas semanas no era rosa. En unas más, será otra cosa. Fulano no ve eso. Piensa que ésta es así e intuye que se mantiene igual, al menos mientras la sostiene entre sus manos. Pero la rosa ya está muerta. Lo único que necesita para morir es estar viva, y eso, ya lo está. Es cuestión de velocidad. Incluso esa muerte no es más que impermanencia, pues ni siquiera dicho estado es absoluto. Si la muerte de la rosa fuera absoluta, permanente, no pudiera cambiar, pudrirse después de morir, convertirse en lo que se convierten las cosas después que perecen. Lo que sostiene Fulano está tan vivo como muerto.


La denominación es una etiqueta. Una rosa, es una rosa, es una rosa, dice Gertrude Stein. Eso que Fulano llama rosa no deja de ser lo que es porque se le llame así, o distinto. De hecho, pudiera llamarla como fuera y seguiría siendo igual: ese ente cambiante, impermanente, interdependiente. Le ponemos nombres a lo innombrable. Tiene que ser así, pues de otro modo tendríamos que darle nombres a todo, todo el tiempo, en una sucesión infinita e insoportable. Las cosas no son lo que son porque le pongamos una etiqueta, ni dejan de ser porque no las nombremos. La verdadera rosa existe ahora, ahora, ahora, siempre que haya una fusión infinita, atenta y consciente con ella por parte de Fulano, el observador.

La caracterización de la rosa es un reflejo. Es la proyección de Fulano, la imagen de todo su bagaje, recuerdos y demonios incluidos. Que sea bella, grande o pequeña, que huela bien o que represente algo, no depende de la rosa sino de Fulano. La rosa es pura decoración, friso. Es la creación de un dios mediocre que no crea, sino que fantasea que lo hace, mientras lo reflejado lo crea a él. Todo es espejo y reflejo. Cuando Fulano caracteriza, se ve la cara en la superficie de un lago manso.

Fulano sale de la floristería, pero en realidad nunca entró ni salió de ningún sitio. Ha comprado una rosa y ha salido con las manos vacías. No va a ningún lugar ni viene de ninguno. Su universo es una ilusión, un vacio superpoblado de mentiras.

Del apego de Fulano hacia la rosa, ni hablar. No se trata de una ilusión, sino de una estupidez. Una muy común.

jueves, 26 de marzo de 2009

Las redes invisibles no tienen malas intenciones

El Libro de la Ley dice: “Nada nace de la nada. Todo es causado. Las cosas son”.

Las causas nos consiguen. Tarde o temprano. Nos hallan. Nos cercan. Y sucede lo que sucede. Se trata de algo natural, irremediable, inmutable. Como la consecuencia.

Hace unos días, las causas de Gerardo empezaron a cercarle. A buscarle. Perseguirle. Él todavía no lo sabe, ni siquiera lo sospecha. Pero no hace falta. Ellas hacen lo que saben hacer, lo único que saben hacer. Son independientes. Infalibles.

Hay diferentes comienzos. Unos vienen antes que otros, pero nunca hay un primero, uno único. Son las redes invisibles, infinitas y curvas que nos encadenan. Para Gerardo, el desenlace de hoy empieza por un papelito. Uno pequeño y arrugado. Es un comienzo. Fabiola lo consiguió dentro del bolsillo del pantalón y hasta ahí no parece haber complicación. Pero un pequeño detalle puede llegar a tener resultados incalculables. Una palabra puede cambiar el mundo. El aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del planeta. Gerardo olvidó el papelito. Fabiola lo consiguió y leyó la nota. Pequeños detalles. Y ahora el panorama no es prometedor. Aunque él no lo sepa.

El Libro de la Ley dice: “Donde hay una causa se produce un efecto. La acción y el efecto no son fenómenos separados, uno forma parte del otro. La semilla contiene al árbol y el árbol a la semilla”.


El papelito contiene el mensaje y el mensaje al papelito. El mensaje contiene a Fabiola. Fabiola contiene el mensaje. Los tres se mezclan, se confunden. Se hacen íntimos. Empiezan a reconocerse, a husmearse el culo los unos a los otros. A Fabiola no le gusta, le huele mal. Le intuye mal. ¿Qué vaina es ésta? Mierda. Coño e’ su madre. ¿Será que está enredado con otra tipa? No, no, no, no puede ser, no puede estar enredado con otra. A lo mejor el papelito no es de Gerardo. Pero coño, tiene que ser. Tiene que ser de él. Estaba en el bolsillo de su pantalón. ¿Cómo voy a pensar que no se lo escribieron a él? Pensar. Tienes que pensar. Recapitula. Ha llegado una pila de veces en la madrugada, oliendo a caña. Te dijo que estaba en unas reuniones de trabajo, que estaban reestructurando todo en la oficina. Coño de su madre. Reestructurando en la oficina un coño, cogiéndose a una tipa, seguro a una bicha de esas con las que trabaja, qué bolas, qué falta de todo no joda, ya las mujeres no respetan, no les importa meterse en la vida de un hombre casado, les sabe a mierda joder un matrimonio, a una familia. ¿Quién sabe Fabiola? Es capaz que la mujer no sabe que Gerardo es casado; pero tiene que saber no joda, yo llamo a cada rato y a menos que el sinvergüenza ese ande escondiéndose el anillo, ahí se le ve, clarito, la alianza de oro en el anular, más claro no canta un gallo. Bueno. Tu mamá siempre te lo dijo. Tus amigas siempre te lo dicen. Los hombres son todos una mierda Fabiola, mi mamá me lo dijo y mis amigas a cada rato lo repiten y yo de pendeja no les hice caso; pensé que Gerardo era distinto, que era especial, pero no coño, el carajo me resultó igualito a todos. Igualito. No hables antes de tiempo. Confirma. Gerardo no es mala gente. A lo mejor es un mal entendido. Recuerda, al principio cuando se conocieron él, no joda al principio cuando nos conocimos si era todo bonito, todo color de rosa, se desvivía por mí, era un galán, lo máximo, un tipo prometedor, prometer y prometer hasta meter y después de metido olvidar lo prometido. ¡Lo odio! ¡Lo odio! Tienes que calmarte Fabiola. Arrecharte así no es bueno para la barriga, además el médico dice que, pero como no voy a arrecharme no joda, es que hay que tener bolas, ¡el cabrón!, como una marica me la paso encerrada en esta casa, con esta barrigota de seis meses me la paso limpiando, fregando, sirviéndole como la propia cachifa, y así es como me paga, ¿buscándose a otra?, ¿revolcándose con otra en un hotel de mala muerte?, ¡qué hijo de puta! Debe haber una razón Fabiola. A lo mejor es tu culpa. ¿Será que estás fea? ¿Gorda? ¿Será que ya no le gustas?; ¡pero si estoy embarazada!, ¿qué es lo que quiere?, no puedo verme como una miss, además, si fue él mismo el que quiso tener muchachos, construir una familia; con su cara de huevón me dijo que quería tener un primogénito, Fabi, vamos a tener un primogénito, y yo salí corriendo como una huevona a dejar la universidad, paralicé todo para darle el primer muchacho, todo, ¿ahora me va a venir con esa?, ni de vaina, ahora no me va a echar pa’ un lado y se va a ir a la calle a buscar mujeres mientras yo le paro y le crio los hijos. Seguro lo va a negar Fabiola. Los hombres siempre lo niegan. Que lo niegue no joda, aquí está la prueba. Ya va a ver quien coño es Fabiola. Ya va a ver. Sí Fabiola, que vea, que no te presuma la cara de pendeja.

El Libro de la Ley dice: “Toda acción genera una reacción de naturaleza similar. Quien engaña a alguien, se engaña primero a sí mismo. Quien castiga a alguien, se castiga primero a sí mismo”.

La pistola la tiene Gerardo en la mesita de noche. Piensa ponerla en otro lado cuando nazca el niño. Pero por ahora le gusta presentirla a mano. Cerca. Es cierto que no la sacaría. Gerardo es uno de esos que le inquieta andar armado. Si lo atracan en la calle, suelta todo. No se resiste. Pero en su casa, la cosa es distinta. Si a alguien se le ocurre entrar a su casa, bueno, él sabe lo que tiene que hacer. Por eso guarda la pistola donde la guarda, montada y sin seguro. Porque aunque espera no utilizarla, él nunca sabe.

Es casi cómico. La cara de Gerardo cuando abre la puerta y se consigue a Fabiola apuntándole con la pistola, es la misma que puso Fabiola cuando leyó la nota. Como si los dos hechos fueran parte de un círculo interminable, que se repite en los tiempos. Las coincidencias. Pueden ser tragicómicas. Crueles. Generalmente cuando dos eventos se hacen coincidencia, y ésta es cruel, las preguntas rompen el hielo. Y generalmente hay mentiras. ¿Que qué vaina es?, esto es lo que te has buscado por cabrón, por verme la cara de huevona. Pero, pero, un coño, ¿qué pensabas?, ¿creías que no iba a darme cuenta?, no se puede mentir para siempre Gerardo, si me estás mintiendo. ¿De dónde vienes? No bajo la pistola un coño Gerardo. Dime, ¿andabas con la tipa? Cuando lo niegue Fabiola, tírale el papelito por la cara, para que no sea huevón. Con la de este papelito Gerardo, con la misma que te deja mensajitos que no tienes las bolas ni siquiera de sacarte del pantalón. No bajo la voz un carajo. No quiero que me expliques un coño, quiero que agarres todos tus peroles y te vayas pal’ carajo. No me toques Gerardo, ni te acerques. Ojo marica, cuidado con la pistola no se te vaya a salir un disparo. Que no te me acerques carajo, cabrón, suéltame.

El Libro de la Ley dice: “Nada ocurre por casualidad. No hay caos, ni orden. Sólo la Ley”.

Fabiola y Gerardo forcejean. Suena un disparo. Las redes invisibles son bien jodidas, pero que nadie diga que no son ecuánimes.

domingo, 22 de marzo de 2009

Un muerto en un día cualquiera

Tenía cosas urgentes que hacer, así que me levanté temprano. Me senté en la cama. Éramos la modorra de una noche bien dormida y yo. Y el vacío. Ese breve instante que va desde que nos incorporamos una mañana cualquiera, hasta que ponemos los pies en el piso frío. Un tiempo sin segundos, sin espacio, sin algo definido. Esa dimensión que todos presentimos en pleno estornudo y que olvidamos luego, como si la vida fuera por momentos un orgasmo infinito y sin nombre. Fue en esta circunstancia casi indescriptible que el pensamiento se hizo inmediato, inevitable: hoy me voy a morir. No era una idea prefabricada, rumiada, repetida; todo lo contrario, era auténtica, novel. Hoy me voy a morir. La voz era de certeza.

No sentí miedo. Ni angustia. Estaba tranquilo. Las cosas son de una manera porque no son de otra. El pensamiento se hizo verbo y con él se manifestó un decreto. Era así. Llamar algo por algún nombre no cambia ningún resultado y la voz dijo lo que tenía que decir. Sin embargo, a pesar de la aceptación tácita que significa saber que tarde o temprano nos vamos a morir y que es hoy el día que nos toca, me sobrevino una pequeña molestia, algo casi imperceptible. Una piedrita en el zapato. Y es que nos rebelamos. Tarde o temprano todos luchamos. Llámenlo hábito, instinto. Siempre queremos que las cosas sucedan cuándo y cómo queremos. Si no, peleamos. No queremos morir, hemos nacido para luchar. Sólo que no sabemos que pasamos la mayoría del tiempo luchando contra nosotros mismos. Contra nuestra propia muerte. Aunque miremos fuera.


Pensé en no moverme, en renunciar al día, como si fuera posible paralizar la vida para burlar a la muerte. Pero no necesitaba hacer algo para morirme. Podía quedarme ahí, quieto, inmóvil, latente, y sin embargo, seguir acercándome a la muerte, a la voz; después de todo, eso es lo que hacemos durante toda nuestra vida: morir. Segundo a segundo estamos muriendo y vivir es la forma más lenta de perecer. Así como lo que se puede quebrar ya está roto, lo que está vivo ya está muerto. Es la consecuencia. Y la consecuencia siempre es natural.

La muerte. Generalmente nos la pintamos aparatosa. Con muñequito de tiza dibujado en el piso. Un accidente de tránsito, un atraco a mano armada, un infarto fulminante a la salida de un vagón del metro a la hora pico. Otras veces, somos más compasivos, más complacientes. Una enfermedad que nos quita el aliento en la cama, un paro cardíaco mientras dormimos, una vejez imposible de seguir manteniéndose. Pero la rigidez y ecuanimidad de la voz, esa que me forzaba a entender que lo inevitable es inevitable, me llevó a pensar en otras muertes. En las cotidianas. Morimos demasiado en demasiados lugares.

¿Todo el mundo sentirá esa voz? ¿Todo el mundo recibirá el anuncio? Hay quienes piden disculpas por algo que les atormentaba y mueren a los días. Otros cambian repentinamente con respecto a una situación y otros revelan un secreto oculto durante años. Como si supieran. Como si la vida se les hubiera convertido en despertador y el ring ring de la hora final estuviera sonando. ¿Habrá una suerte de pacto, de negación universal que lleva a los hombres a descreer lo que les dice un día cualquiera una voz?

El día de mi muerte anunciada me duché y sentí el agua corriéndome por el cuerpo. Ni malo ni bueno. Sólo agua deslizándose por una forma que resultaba ser yo, el cadáver con vida de un hombre que podía ser cualquiera. Todo cobraba sentido a la luz del plazo. Mi vida, para ser más exactos.

Vamos muy de prisa para ver, para vernos, para entendernos la existencia. Sin embargo, cuando sabemos que vamos a morir, cuando lo aceptamos y no le tenemos miedo a la idea, sabemos que somos cualquier hombre. Y sentimos paz.

Ese día le di un beso a mi madre y la contemplé en su circunstancia. Era imposible que no fuera bella. Salí. Imaginé los dedos de las manos de mi viejo, me di cuenta que no abrazaría más a la mujer que amo mientras dormimos juntos, recordé a aquel amigo del colegio que me enseñó a chutar el balón de fútbol, evoqué a mi hermano muerto, a la sonrisa de mi hermana, pensé en el hijo que no vería nacer, en la lluvia que no vería caer, recordé que una vez un amigo me dijo que me admiraba, sentí lástima por el gato que tuve una vez y nunca apareció, confirmé que Bruce Lee era el ser humano más rápido que no conocí, medité en lo fiel que es un perro, en que un monje zen puede enseñarnos muchas cosas aunque no las entendamos, en que querer fumarse un cigarro es el peor de los últimos deseos, en muchas cosas pensé; todas imposibles por naturaleza, por no ser de este mundo, por pertenecer al pasado, o al futuro. Después hice todas y cada una de las cosas que creía urgentes y ya no lo podían ser. Las hice en un ahora invencible, uno que no podía morir. Volví a mi casa. Era ya de noche. No había ansiedad pues no se esperaban resultados. No había expectativas. Era yo y lo inevitable. La voz y yo. No había abandono, ni indolencia, ni resignación. Había aceptado.

Llegó la medianoche. Nada pasó. Llegaron los días y con ellos los cambios. Una única cosa se mantuvo igual y en armonía: la voz de la certeza. La que nunca calla.