miércoles, 17 de junio de 2009

Hay pesadillas que hablan de los hombres

Anoche soñé que era un hombre. Y sentí mucha angustia.

En mi sueño, no llegué a verme nunca ante nada que pudiera reflejarme, pero me intuí bastante regular, como supongo son los hombres regulares de los sueños: cabello, ojos, nariz, un orificio en medio de la cara resguardado por una armadura de huesos blancos y afilados, un tronco y dos extremidades rematadas por patas y dedos, dos brazos largos terminados en manos capaces de tocar y aprensar objetos, de tomarlos, de hacerlos propios, de poseerlos. Tenía uñas y pelo por doquier y caminaba erecto, haciendo un gracioso ángulo con el piso, como le pasa a las gallinas y a otros animales. Era un hombre común. Cualquiera. Sin embargo, en mi sueño de hombre común me creía algo, me definía diferente y propio, muy a pesar de que sabía que era igual al resto de los hombres. Me sentía un yo.

Tenía mujer, hijos, trabajo, casa y todas aquellas cosas que los hombres, en su ilusión, no sólo creen que poseen, sino que les pertenecen. Tenía además múltiples asuntos que hacer y atender y un miedo terrible a hacerlos. Más que miedo en realidad eran dudas, como si en el fondo no tuviera muy claro si existiera una razón para llevarlos a cabo. Estaba sometido a una necesidad viciosa de acción. Y de expectativas.

Todos me hablaban, pero no todas las maneras era iguales. Algunos eran taimados, otros agresivos, otros, manipuladores. Todos querían algo y me da la impresión de que en el fondo no sabían por qué las querían. Necesitaban, pedían, ansiaban, exigían, buscaban conseguir, sentir algo, no podría definir eso que anhelaban pues yo no hablaba su idioma y no podía entenderlos ni preguntarles. Pero una cosa era a todas luces clara: aquello que tanto apetecían, no lo tenían.

Todo era luz y ruido, el silencio que por ley natural siempre lo abarca todo aunque quede tapizado por otros sonidos, se encontraba sumergido y opacado por el bullicio y la actividad. Había máquinas que hablaban, otras que emitían luces, otras se movían como un animal furioso o en celo. Los hombres giraban en torno a ellas, se hacían parte de ellas y el caos era normalidad, algo que no sólo parecía gustarles, sino entretenerles.

El sueño debe haber transcurrido otro rato, pero no recuerdo todos los pormenores que siguieron al mismo. Recuerdo algunas sombras, algunos gritos, gentes diciéndome lo que debía y no debía hacer. Todo fue muy confuso.

Cuando desperté estaba debajo de la nevera. Todo seguía oscuro pero intuí mi vientre venoso contra el piso, mis alas en la espalda, mis antenas moviéndose nerviosamente y alertas. Sentí alivio. Ya no era un yo, ni quería nada, ni había nadie. Y los hombres dormían sus propias pesadillas.

viernes, 29 de mayo de 2009

Los Samuráis también lloran

A estas alturas, el hombre no sabe con certeza si se trata de un bosque de bambúes, o si es un único bambú, inmenso, entretejido y poderoso, el que ha brotado omnisciente y se ha adueñado de un espacio que convierte en bosque. Las lluvias han comenzado y con ellas el verde se ha hecho fuerte y flexible, como una espada de jade. Los ríos han crecido. De sus aguas furiosas nacen los rugidos de un dragón que vomita con furia su propio fondo. Los cadáveres de animales y hombres circulan arrastrados por las aguas como parte de la purga. Pronto será la época del loto.

El hombre está sentado con las piernas cruzadas. Medita con los ojos abiertos, inmóvil. ¿Cómo se puede creer tanta irrealidad? Este hombre, que resulta ser un samurái, sondea, mira desde lejos su propio cauce, su propia mente, sus pensamientos, eso que es él mismo, y no. Describir a este hombre sería una contradicción, porque todo está vacío de existencia intrínseca, incluyéndole. Sin embargo, es por estar vacío que el hombre se agrupa y existe. Como todo. Así que no sería totalmente errado decir que su cabello es negro azabache, largo y terminado en cola de caballo. Su kimono de mangas largas ha devenido en gris, sus dos espadas descansan cada una a un lado de su cinturón de tela, sus sandalias de paja y madera yacen vacías en la tierra, confirmando la desnudez de sus pies. Desde sus ojos abiertos, la realidad invisible del que ve sin ver se le muestra sesgada. Así es la acción de la no acción.

En la historia de este samurái no hay estandartes ni repiquetear de tambores. No hay jade, no hay oro, no hay batallas grandiosas. Sólo está el silencio, uno que dice más de él, de lo que es, de lo que piensa, que del silencio mismo. Su leyenda es tan simple como su represión: su fuerza está contenida en una mezcla de odio y vergüenza. Nadie ha muerto bajo su espada. Nunca ha querido desenvainar. Muchos le toman por cobarde, débil. Él sabe que no lo es, aunque no sepa la razón. Pero nunca ha desenvainado, ni siquiera cuando debía. La naturaleza todo lo cobra y lo transforma: las reacciones nacen de las acciones, se quiera o no. El reprimir una reacción es también una acción, una que con el tiempo, inevitable y certero, termina en una especie de harakiri lento y doloroso.


Este samurái está perdido entre los hombres porque no reconoce ni recuerda a ninguno. Su inmovilidad, su inacción, no le ha hecho uno con la espada, sino dos entes separados, dos extraños que se avergüenzan el uno del otro. Hay decisiones que nos convierten en objeto de la omisión. Y a consecuencia de ellas la gente muere. El samurái tiene muchas muertes encima, a pesar de no haber desenvainado su espada. Ese es su pecado. La indolencia.

Hoy es el día en el que ha decidido tomar la empuñadura. Vengar a los fantasmas ululantes de la culpa. Vengarse a sí mismo, a su descuido, su negligencia, a sus muertes pequeñas. No siente miedo, aunque sabe que va a morir. Ha estado muriendo desde hace mucho, así que sólo se trata de una cuestión de velocidad y filo.

El samurái desenvaina la espada hasta la mitad de la hoja. Un sonido agudo se suspende en el bosque y vibra entre las hojas de los árboles. La espada queda a mitad de camino. El hombre no duda, no teme, no se impacienta. Todo tiene su momento, uno que siempre llega. Del ojo del samurái cae una lágrima, y puede que sea coincidencia o premonición, lo cierto es que la lágrima va a tener al mismísimo filo de la espada. Como su vida, su lágrima se divide en dos y rueda por ambas caras del acero.

sábado, 25 de abril de 2009

Sócrates no me conoció

Sólo sé que sé mucho.

Sé lo que es la soledad. Esa que te asalta entre las multitudes, que te embarga entre el ruido y la algarabía. Esa que, a veces te muestra que estás solo, otras, inexpugnablemente saturado.

También sé lo que es el vacío. No la vacuidad sublime de Avalokistevara, no el estado puro de ausencia de ego, sino el vacío repleto de ecos, caminos y memorias. Ese vacío que siempre está tan lleno que no te deja respirar.

Conozco lo que es tener miedo. Ser adicto al miedo. Llegar incluso a necesitarlo, echar mano de él para evitar ser un desprotegido ante las circunstancias. Y la vida.

He sentido la agonía de contener el llanto durante años, de fingir sonrisas a plazo fijo, de decirme que todo va estar bien aunque sepa como terminan los futuros. He soportado la crueldad de los espejos, de los de azogue y de los humanos que me reflejan, de aquel que te presiona desde los ancestros y los ascendientes, el de la repetición, el que es lago revuelto, el de la casa de la risa que te distorsiona, te emula y te crea de nuevo dejándote dudas acerca de la imagen original.

Sobre mí han caído los juicios como persianas corredizas, esos que nublan, que te dejan en la oscuridad de tus propias voces y sinsabores. He sido extranjero, outsider, prisionero de guerra, refugiado, maldito, demonio, ángel de la guarda, egoísta, generoso, pendenciero. En mí se resume un carnaval con su festival de caretas, se condensa una novela con su retrato de Dorian Gray pudriéndose en un lugar escondido. He sido muchas cosas y ninguna al mismo tiempo.


Sé lo que es beber en un bar solo, fumar en la madrugada equivocada, extrañar a alguien que murió, el tener pesadillas por una pelea de boxeo vieja que se ha retransmitido, el ver a un amigo llorar, el ver a una mujer llorar; sé lo que es confiar y lo mucho que duele aunque no te traicionen. He vivido lo que es no sentir compasión ni siquiera cuando te obligas, lo que es darte contra la misma pared cada vez que la ves, he sentido lo que es la inseguridad y lo mucho que corroe, incluso a otros.

Entiendo lo que es olvidar y ser olvidado, lo que es estar triste, deprimido, eufórico, lo que es ser víctima y victimario al mismo tiempo, lo que es despertarse con el mundo palpitándonos en la piel; he recibido el gancho al hígado de una sola palabra que te da en el lugar preciso el día que menos te lo esperas.

He vivido y dejado de vivir. Conozco las partes buenas del trato. Y las malas. También he sido feliz. E infeliz. Sólo una cosa: nunca he mentido y no creo en las armaduras ni en los chalecos antibalas.

Reitero: sé que sé mucho. Con todo lo que implica. No ha sido nada fácil, pero a pesar de todo, de todo lo que sé, a pesar de que nada de esto se borra o se maquilla, no he dejado de creer. De levantarme. Creo que después de todo, he aprendido a ser un hombre.

martes, 14 de abril de 2009

Ven tal como eres, como eras

A Kurt Cobain

Si él hubiera sabido que ese día iba a morir, todo hubiera sido distinto.

El juego. Todos estamos en la vida, irremediablemente, jugando, haciendo lo mejor que podemos con lo que tenemos. Vivir es jugar y no hay alternativas. Cada quien tiene sus fichas, sus talentos, sus culpables, sus fantasmas, sus anhelos. Pero al final lo importante no son los jugadores, las metas, ni el juego mismo. Sino como se juega.

Hay reglas. Algunas son flexibles y admiten excusas. Otras nos permiten echar mano a chivos expiatorios. Otras creernos víctimas o culpables. Pero las importantes son las inquebrantables. La muerte es una de esas reglas que no admite evasivas, ni preguntas, ni maquillajes. Ella es así y no de otra manera. Negarla implica afirmarla primero, por eso, transgredirla o tratar de olvidarla es un acto descabellado a nivel práctico, se vaya ganando o perdiendo. Al igual que muchas otras cosas, morir no es ni bueno ni malo, sólo es. Y cuando se le reconoce como un hecho honesto, latente, definitivo e inquebrantable, el juego se reafirma y cobra sentido. No lo contrario.

Así que si al menos él hubiera considerado que ese era su último día, que no habría otro, quizás no hubiera hecho muchas cosas que sí hizo. Su movida habría sido distinta, sus peones, otros. Es posible que se hubiera levantado, disfrutado de las gotas de lluvia que golpeaban la ventana de su cuarto, se hubiera bañado sintiendo, sin pensar, y hubiera agradecido poder vestirse y tener unas botas de cuero como aquellas. Le hubiera dado un beso a la mujer que dormía, profunda y sincera, en la cama compartida, le hubiera dicho en un susurro te quiero, y habría visto a su perro en el piso, reconociendo su nobleza, dejando incluso que le lamiera la cara, sin las interferencias del asco o la incomodidad. Como el tiempo hubiera apremiado, haría esto y no aquello.

Se montaría en el carro. Escucharía a Kurt Cobain como un acto de revelación y no de desesperanza, vería la ciudad como algo desnudo, un reflejo de sí mismo y de todos los hombres, se reconocería en cada peatón, manejaría hasta casa de sus padres, se tomaría un café con ellos y miraría mucho a los ojos de sus hermanos mientras le hablaban. Sin expectativas. Agradecido.

Luego regresaría. En el camino recitaría un poema, o una plegaria, o un mantra. Ya en casa tomaría su almuerzo sintiendo cada sabor, dormitaría quince minutos, despertaría, pintaría un cuadro, leería un cuento de Bukowski, bailaría con la mujer una canción suelta, pensaría en Buda, Kerouac, Neruda, sentiría compasión por las rosas en el jarrón, vería al zancudo en su brazo alimentándose con su sangre, se fumaría un cigarro y dejaría una carta para un amigo. Luego cenaría.

Cansado, como seguro estaría con todos estos hechos inexistentes, consideraría las opciones a mano: sentado en el inodoro la escopeta, el revólver parado sobre su escritorio, el cuchillo y las venas metido en la bañera. O ninguna. Quizás sólo esperaría.

En todo caso, si él supiera que ahora le toca morir, iría de mano de la muerte a donde hubiera que ir tal como él debió ser, como debe ser. Pero cada uno juega a su manera, observa o no las reglas y hace lo que tiene que hacer. Para él, ya es demasiado tarde.

miércoles, 8 de abril de 2009

Los perros no saben de bloqueos

Rocky lo ve con sus ojos tristes. La mayoría de los perros de esa raza parecen tenerlos. Los ojos tristes. Él ha decidido no proyectarse en su perro. Sabe que sería un acto de injusticia achacarle cosas a un ser tan noble. Así que no lo define, no lo categoriza como un perro triste. Sólo se fija en sus ojos.

Su perro es lo único que le ha quedado luego del divorcio. Bueno, también están el cheque equivalente a dos meses de sueldo y la cuenta de retiro a plazo fijo. Pero el cheque ya se le ha esfumado en la mudanza y la cuenta no puede hacerse efectiva sin que se pierda la casi totalidad de los fondos. Ambos son recursos inútiles: uno no existe ya, el otro está enterrado en el término de un acuerdo. Rocky es lo único. Lo actual. El resumen vivo de la separación.

La gente siempre pregunta. Cuando le preguntan, él les dice que ambos trataron duro, que ambos hicieron un esfuerzo. Incompatibilidad de caracteres lo llaman y él echa mano a la definición, a la clasificación, como si todo fuera tan sencillo. Puede que de tanto repetirlo un día se lo crea. Pero aún no ha llegado a ese momento. En el fondo, su opinión es otra. Diferente. La mujer había crecido pantalones. Unos largos. Más largos que los suyos. Puede que hasta haya crecido un pene. Y esto siempre es un problema.

Después estaba el asunto del tipo. Había aparecido uno. Al final siempre pasa. De conocido circunstancial, el tipo pasó a ser un amigo de toda la vida: uno de los que entiende, de los que pone el hombro y es pañito de lágrimas. Uno de esos que consuela. Las aves de carroña son una realidad, son antipáticas, oportunistas, depredadoras, pero uno no las toma contra ellas. Es su naturaleza alimentarse de las vísceras de otros. Para eso existen. No son ni buenas ni malas, sólo son un resultado. Es necesario que exista un cadáver, un cuerpo muerto y hediondo, un fallo, para que aparezcan y coman. Por eso él no lo toma contra ellas. Ni contra el tipo.

Quedan Rocky y él, él y el perro. También están las deudas, la soledad, las preguntas. Están las páginas en blanco. Él siente un desgano absoluto por escribir. Es escritor pero se le han acabado las historias, se ha quedado atrapado en una. En la suya. Y todo es descenso, caída. No sabe cómo escapar. Y Rocky no puede. Le es imposible escapar. Lleva collar y cadena. Sólo lo sigue. Siguiendo, descendiendo.

A veces llora. Saca a Rocky a pasear y llora. La gente lo ve con terror. Cambian de acera. Él sigue paseando al perro mientras llora. Llorar no resulta conmovedor a las seis de la mañana. Es una cuestión de perdedores. Él sabe que no se lo dicen, pero lo piensan. A sus espaldas la gente piensa que es un bicho raro, un perdedor. Pero él es lo que es. No le importa. La valía no tiene que ver con los resultados del juego. Sino con la calidad. Se es buen jugador o no.

En el descenso son muy pocas las cosas que se pueden hacer. Para subir hay que romper la inercia, para caer no es necesario hacer nada. Son pocas las cosas que se pueden hacer. Él no hace nada. Está bloqueado. No intenta siquiera meditar. No le resulta cómodo ni inteligente. Tiene mucha mierda adentro y no quiere remover. Sólo mira a su perro, a la página en blanco, a su perro, a la página en blanco.


Como todo lo que sube también baja, es posible que también lo que caiga pueda elevarse de nuevo. Para ese momento él espera estar preparado. Puede que tenga algo para escribir. Puede que levite. Mientras, espera. Y Rocky; bueno, no está triste. Sólo son sus ojos. Un perro no sabe de bloqueos, de estancamiento. No juzga, no condena, no resuelve, no intelectualiza, no proyecta. Es más básico y más grandioso. Es por eso que Rocky no está triste.

miércoles, 1 de abril de 2009

De callejas y sin salidas

En la calle a cualquiera le caen los males. Y ahora que hasta la comae’ riega mis cosas, tengo que andar mosca, pues uno nunca sabe cuando te andan cazando, que siempre hay alguien que quiere agarrarlo a uno en la bajadita. Acabo de dejar a mi vieja, Biblia en mano, ida de si frente al televisor, arrullándose la vida con la final del juego de béisbol. Ella no ha querido mudarse del barrio, sigue viviendo en el mismo rancho de Chapellín en el que crecí. La verdad, a mi ya no me gusta venir para acá, pero me parte el alma no visitarla, sola como está, con la espalda deshecha de tanto trabajo como doméstica en casa de sifrinos. Siempre va a ser mi madre, aunque me diga a cada rato que soy hierba mala. Y antes de cruzar la puerta una vez más escucho el murmullo: El que a hierro mata a hierro muere…

Por estos lares hay más de una piraña que le gustaría meterme el diente. Es por eso que ando con el yerro en la cintura, por si se forma el sal pa’ fuera. Ahora mismo, desde alguna platabanda, alguien lanza fuegos artificiales al aire, seguro como celebración anticipada por el juego de pelota que aún no termina, y yo, que lo único que siento es detonación, saco por instinto la Glock , buscando de donde viene la brega, con los músculos tensos y la mandíbula apretada. Gracias a Dios y a la Virgen que no ha sido nada.

De aquí pienso lanzarme de una para el punto a descargar la mercancía que llevo conmigo, y de allí me voy para casa de La China, mi jevita, que hoy tiene bonche en su casa. A ver si hoy mi Chinita me da lo que me corresponde, que lo prometido es deuda, y estoy ya que no me aguanto de las ganas que le tengo. Si me pongo dichoso es capaz que me quede allá esta noche, y mañana descanso, que el último cargamento se ha ido rápido y todavía faltan algunos días para el otro.

A la altura del puente, cerca de la cancha, veo el reflejo de las luces de colores de la patrulla. Los pacos se están tirando tremenda redada está noche en el barrio, puede ser que estén cortos de real o quizás andan buscando a alguien. Lo cierto es que ya no hay vuelta atrás. Ahora que ya me ven venir, si me devuelvo me jodo. Sólo me queda poner cara de yo no fui y rezar para que no me paren.

Ya los tengo como diez pasos detrás de mí cuando escucho la voz de alto. Mento madre en silencio y trato de dejarles el pelero. Corro lo más rápido que puedo, pero los tombos no andan con cuento y empiezan a dispararme. En una de esas siento un candelazo frío a la altura de la batata derecha, una puñalada de mentol que arde y se extiende, y la pierna se me duerme, y caigo boca abajo en la calleja, en contra de mi voluntad. Sin pensarlo me volteo, saco la nueve y empiezo a tirarles plomo puro, a lo loco, como un Juan Charrasquiao’ sin puntería pero con las bolas bien puestas. El ambiente se llena de cohetes, de ladridos, gritos y disparos, y el estrépito que origina la victoria del equipo de la capital, que le ha metido nueve arepas por el pecho a su contrincante, se confunde con el tiroteo, esta batalla campal de las que hasta entonces había siempre oído en las noticias, pero que hasta ahora nunca había protagonizado.

Quiebro a uno de los pacos, lo sé porque se ha caído y ya no se mueve. Pero creo que esto pone peor las cosas, porque la arremetida de los otros me viene con todo. Siento otro pinchazo de fuego a la altura del brazo derecho, me han dado otra vez, y ahora si que estoy jodido porque la mano se me rebela y suelta la pistola, traicionera como se ha vuelto por culpa del plomazo. Ya uno de los tombos se me viene encima, y me remacha con un derechazo tipo Macho Camacho que me deja los ojos claros y sin vista.

El policía más joven maneja y el otro se ha quedado conmigo en la parte de atrás de la patrulla. Otro se ha quedado en el sitio del suceso, junto al cadáver del compañero muerto, hasta que llegue la furgoneta de la morgue. Con tiza blanca va demarcando su silueta y haciendo un boceto aproximado de la que será la mía, recogiendo los casquillos de bala y alineando en el pavimento los dediles que me quitaron en el cacheo. El que está atrás conmigo debe haber sido boxeador porque sabe cómo y dónde dar. Ya he perdido un montón de sangre y estoy por desmayarme. El de adelante pregunta al púgil de uniforme si me llevan al hospital. Y yo sólo alcanzo a oír ni de vaina, sólo da vueltas...

lunes, 30 de marzo de 2009

El desierto de lo real

“Bienvenido al desierto de lo real”. Morfeo. Matrix (1999).

Fulano entra en una floristería a comprar una rosa. No sabe que va a salir con las manos vacías. La rosa no existe. Al menos no como él cree.

Empecemos por el principio.

La rosa no posee existencia intrínseca. No es sólida, no existe como rosa por sí misma. Fulano la percibe como un todo macizo, independiente, aislado, pero no es así. Es una ilusión producida por los procesos de su mente, por un conjunto de herramientas caracterizadas por su eficacia e inmediatez. Son ellas las encargadas de digerir la información, analizar, agrupar, sintetizar, de manera que Fulano pueda solidificar, diferenciar y hacer parcelas de realidad: una flor determinada. Pero hay un detalle. La rosa existe ajena a su propia e ilusoria individualidad. No es un todo o un fin en sí misma. Está compuesta por partes y componentes. Es pétalos, tallo, espinas, agua, hojas, es todos estos elementos pero ninguno de ellos con exclusividad. No es sólo una espina, pues la llamaríamos espina y no rosa, y no es un conjunto de elementos adheridos a una espina, por ejemplo. Es todas sus partes y ninguna. El todo es más que la suma de sus partes y viceversa. Eso a simple vista. A punta de microscopio la rosa es aún mucho más: células, energía constantemente moviéndose y cambiando. Aunque Fulano no lo vea.

La rosa es interdependiente, lo que es lo mismo decir que no existe con autonomía, no es una isla apartada del resto de los fenómenos. Para aparecer ante Fulano como lo hace, depende de la interacción. Con la luz, por ejemplo. De hecho, el ojo de Fulano no ve la rosa, sino el reflejo de la luz que incide sobre ella. A oscuras no podría verla. Para que pueda percibirla como lo hace ahora, es necesaria la confluencia interdependiente de muchos factores: la gravedad, el espacio, el tiempo. Incluso de algunos externos que provienen sólo del mismo Fulano. Como el hecho de no que no sea ciego.

La rosa es el resultado de causas y condiciones. Su efecto actual proviene de ellas. Sol, agua, aire, tierra. La rosa es como es gracias a la agrupación específica de dichas causas y condiciones, de lo contrario sería otra cosa, el efecto sería diferente. Podría asimilarse a una canción. La rosa es una canción interpretada por una orquesta. Melodía, ritmo y armonía. Esa canción la escuchamos como un todo: la canción. Pero ella es la suma de varios instrumentos, cada uno con su particularidad, cada uno a cargo de un músico diferente, en tiempos y con fines distintos. El hecho de que se escuche al mismo tiempo la combinación de la canción, y de la rosa, no significa que no sea tocada en fragmentos distintos y acoplados en sincronía. De no ser así, todas las rosas fueran iguales, y las canciones, una misma.

La rosa no es permanente. Se trata de una mutación en progreso. Hace unas semanas no era rosa. En unas más, será otra cosa. Fulano no ve eso. Piensa que ésta es así e intuye que se mantiene igual, al menos mientras la sostiene entre sus manos. Pero la rosa ya está muerta. Lo único que necesita para morir es estar viva, y eso, ya lo está. Es cuestión de velocidad. Incluso esa muerte no es más que impermanencia, pues ni siquiera dicho estado es absoluto. Si la muerte de la rosa fuera absoluta, permanente, no pudiera cambiar, pudrirse después de morir, convertirse en lo que se convierten las cosas después que perecen. Lo que sostiene Fulano está tan vivo como muerto.


La denominación es una etiqueta. Una rosa, es una rosa, es una rosa, dice Gertrude Stein. Eso que Fulano llama rosa no deja de ser lo que es porque se le llame así, o distinto. De hecho, pudiera llamarla como fuera y seguiría siendo igual: ese ente cambiante, impermanente, interdependiente. Le ponemos nombres a lo innombrable. Tiene que ser así, pues de otro modo tendríamos que darle nombres a todo, todo el tiempo, en una sucesión infinita e insoportable. Las cosas no son lo que son porque le pongamos una etiqueta, ni dejan de ser porque no las nombremos. La verdadera rosa existe ahora, ahora, ahora, siempre que haya una fusión infinita, atenta y consciente con ella por parte de Fulano, el observador.

La caracterización de la rosa es un reflejo. Es la proyección de Fulano, la imagen de todo su bagaje, recuerdos y demonios incluidos. Que sea bella, grande o pequeña, que huela bien o que represente algo, no depende de la rosa sino de Fulano. La rosa es pura decoración, friso. Es la creación de un dios mediocre que no crea, sino que fantasea que lo hace, mientras lo reflejado lo crea a él. Todo es espejo y reflejo. Cuando Fulano caracteriza, se ve la cara en la superficie de un lago manso.

Fulano sale de la floristería, pero en realidad nunca entró ni salió de ningún sitio. Ha comprado una rosa y ha salido con las manos vacías. No va a ningún lugar ni viene de ninguno. Su universo es una ilusión, un vacio superpoblado de mentiras.

Del apego de Fulano hacia la rosa, ni hablar. No se trata de una ilusión, sino de una estupidez. Una muy común.

jueves, 26 de marzo de 2009

Las redes invisibles no tienen malas intenciones

El Libro de la Ley dice: “Nada nace de la nada. Todo es causado. Las cosas son”.

Las causas nos consiguen. Tarde o temprano. Nos hallan. Nos cercan. Y sucede lo que sucede. Se trata de algo natural, irremediable, inmutable. Como la consecuencia.

Hace unos días, las causas de Gerardo empezaron a cercarle. A buscarle. Perseguirle. Él todavía no lo sabe, ni siquiera lo sospecha. Pero no hace falta. Ellas hacen lo que saben hacer, lo único que saben hacer. Son independientes. Infalibles.

Hay diferentes comienzos. Unos vienen antes que otros, pero nunca hay un primero, uno único. Son las redes invisibles, infinitas y curvas que nos encadenan. Para Gerardo, el desenlace de hoy empieza por un papelito. Uno pequeño y arrugado. Es un comienzo. Fabiola lo consiguió dentro del bolsillo del pantalón y hasta ahí no parece haber complicación. Pero un pequeño detalle puede llegar a tener resultados incalculables. Una palabra puede cambiar el mundo. El aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del planeta. Gerardo olvidó el papelito. Fabiola lo consiguió y leyó la nota. Pequeños detalles. Y ahora el panorama no es prometedor. Aunque él no lo sepa.

El Libro de la Ley dice: “Donde hay una causa se produce un efecto. La acción y el efecto no son fenómenos separados, uno forma parte del otro. La semilla contiene al árbol y el árbol a la semilla”.


El papelito contiene el mensaje y el mensaje al papelito. El mensaje contiene a Fabiola. Fabiola contiene el mensaje. Los tres se mezclan, se confunden. Se hacen íntimos. Empiezan a reconocerse, a husmearse el culo los unos a los otros. A Fabiola no le gusta, le huele mal. Le intuye mal. ¿Qué vaina es ésta? Mierda. Coño e’ su madre. ¿Será que está enredado con otra tipa? No, no, no, no puede ser, no puede estar enredado con otra. A lo mejor el papelito no es de Gerardo. Pero coño, tiene que ser. Tiene que ser de él. Estaba en el bolsillo de su pantalón. ¿Cómo voy a pensar que no se lo escribieron a él? Pensar. Tienes que pensar. Recapitula. Ha llegado una pila de veces en la madrugada, oliendo a caña. Te dijo que estaba en unas reuniones de trabajo, que estaban reestructurando todo en la oficina. Coño de su madre. Reestructurando en la oficina un coño, cogiéndose a una tipa, seguro a una bicha de esas con las que trabaja, qué bolas, qué falta de todo no joda, ya las mujeres no respetan, no les importa meterse en la vida de un hombre casado, les sabe a mierda joder un matrimonio, a una familia. ¿Quién sabe Fabiola? Es capaz que la mujer no sabe que Gerardo es casado; pero tiene que saber no joda, yo llamo a cada rato y a menos que el sinvergüenza ese ande escondiéndose el anillo, ahí se le ve, clarito, la alianza de oro en el anular, más claro no canta un gallo. Bueno. Tu mamá siempre te lo dijo. Tus amigas siempre te lo dicen. Los hombres son todos una mierda Fabiola, mi mamá me lo dijo y mis amigas a cada rato lo repiten y yo de pendeja no les hice caso; pensé que Gerardo era distinto, que era especial, pero no coño, el carajo me resultó igualito a todos. Igualito. No hables antes de tiempo. Confirma. Gerardo no es mala gente. A lo mejor es un mal entendido. Recuerda, al principio cuando se conocieron él, no joda al principio cuando nos conocimos si era todo bonito, todo color de rosa, se desvivía por mí, era un galán, lo máximo, un tipo prometedor, prometer y prometer hasta meter y después de metido olvidar lo prometido. ¡Lo odio! ¡Lo odio! Tienes que calmarte Fabiola. Arrecharte así no es bueno para la barriga, además el médico dice que, pero como no voy a arrecharme no joda, es que hay que tener bolas, ¡el cabrón!, como una marica me la paso encerrada en esta casa, con esta barrigota de seis meses me la paso limpiando, fregando, sirviéndole como la propia cachifa, y así es como me paga, ¿buscándose a otra?, ¿revolcándose con otra en un hotel de mala muerte?, ¡qué hijo de puta! Debe haber una razón Fabiola. A lo mejor es tu culpa. ¿Será que estás fea? ¿Gorda? ¿Será que ya no le gustas?; ¡pero si estoy embarazada!, ¿qué es lo que quiere?, no puedo verme como una miss, además, si fue él mismo el que quiso tener muchachos, construir una familia; con su cara de huevón me dijo que quería tener un primogénito, Fabi, vamos a tener un primogénito, y yo salí corriendo como una huevona a dejar la universidad, paralicé todo para darle el primer muchacho, todo, ¿ahora me va a venir con esa?, ni de vaina, ahora no me va a echar pa’ un lado y se va a ir a la calle a buscar mujeres mientras yo le paro y le crio los hijos. Seguro lo va a negar Fabiola. Los hombres siempre lo niegan. Que lo niegue no joda, aquí está la prueba. Ya va a ver quien coño es Fabiola. Ya va a ver. Sí Fabiola, que vea, que no te presuma la cara de pendeja.

El Libro de la Ley dice: “Toda acción genera una reacción de naturaleza similar. Quien engaña a alguien, se engaña primero a sí mismo. Quien castiga a alguien, se castiga primero a sí mismo”.

La pistola la tiene Gerardo en la mesita de noche. Piensa ponerla en otro lado cuando nazca el niño. Pero por ahora le gusta presentirla a mano. Cerca. Es cierto que no la sacaría. Gerardo es uno de esos que le inquieta andar armado. Si lo atracan en la calle, suelta todo. No se resiste. Pero en su casa, la cosa es distinta. Si a alguien se le ocurre entrar a su casa, bueno, él sabe lo que tiene que hacer. Por eso guarda la pistola donde la guarda, montada y sin seguro. Porque aunque espera no utilizarla, él nunca sabe.

Es casi cómico. La cara de Gerardo cuando abre la puerta y se consigue a Fabiola apuntándole con la pistola, es la misma que puso Fabiola cuando leyó la nota. Como si los dos hechos fueran parte de un círculo interminable, que se repite en los tiempos. Las coincidencias. Pueden ser tragicómicas. Crueles. Generalmente cuando dos eventos se hacen coincidencia, y ésta es cruel, las preguntas rompen el hielo. Y generalmente hay mentiras. ¿Que qué vaina es?, esto es lo que te has buscado por cabrón, por verme la cara de huevona. Pero, pero, un coño, ¿qué pensabas?, ¿creías que no iba a darme cuenta?, no se puede mentir para siempre Gerardo, si me estás mintiendo. ¿De dónde vienes? No bajo la pistola un coño Gerardo. Dime, ¿andabas con la tipa? Cuando lo niegue Fabiola, tírale el papelito por la cara, para que no sea huevón. Con la de este papelito Gerardo, con la misma que te deja mensajitos que no tienes las bolas ni siquiera de sacarte del pantalón. No bajo la voz un carajo. No quiero que me expliques un coño, quiero que agarres todos tus peroles y te vayas pal’ carajo. No me toques Gerardo, ni te acerques. Ojo marica, cuidado con la pistola no se te vaya a salir un disparo. Que no te me acerques carajo, cabrón, suéltame.

El Libro de la Ley dice: “Nada ocurre por casualidad. No hay caos, ni orden. Sólo la Ley”.

Fabiola y Gerardo forcejean. Suena un disparo. Las redes invisibles son bien jodidas, pero que nadie diga que no son ecuánimes.

domingo, 22 de marzo de 2009

Un muerto en un día cualquiera

Tenía cosas urgentes que hacer, así que me levanté temprano. Me senté en la cama. Éramos la modorra de una noche bien dormida y yo. Y el vacío. Ese breve instante que va desde que nos incorporamos una mañana cualquiera, hasta que ponemos los pies en el piso frío. Un tiempo sin segundos, sin espacio, sin algo definido. Esa dimensión que todos presentimos en pleno estornudo y que olvidamos luego, como si la vida fuera por momentos un orgasmo infinito y sin nombre. Fue en esta circunstancia casi indescriptible que el pensamiento se hizo inmediato, inevitable: hoy me voy a morir. No era una idea prefabricada, rumiada, repetida; todo lo contrario, era auténtica, novel. Hoy me voy a morir. La voz era de certeza.

No sentí miedo. Ni angustia. Estaba tranquilo. Las cosas son de una manera porque no son de otra. El pensamiento se hizo verbo y con él se manifestó un decreto. Era así. Llamar algo por algún nombre no cambia ningún resultado y la voz dijo lo que tenía que decir. Sin embargo, a pesar de la aceptación tácita que significa saber que tarde o temprano nos vamos a morir y que es hoy el día que nos toca, me sobrevino una pequeña molestia, algo casi imperceptible. Una piedrita en el zapato. Y es que nos rebelamos. Tarde o temprano todos luchamos. Llámenlo hábito, instinto. Siempre queremos que las cosas sucedan cuándo y cómo queremos. Si no, peleamos. No queremos morir, hemos nacido para luchar. Sólo que no sabemos que pasamos la mayoría del tiempo luchando contra nosotros mismos. Contra nuestra propia muerte. Aunque miremos fuera.


Pensé en no moverme, en renunciar al día, como si fuera posible paralizar la vida para burlar a la muerte. Pero no necesitaba hacer algo para morirme. Podía quedarme ahí, quieto, inmóvil, latente, y sin embargo, seguir acercándome a la muerte, a la voz; después de todo, eso es lo que hacemos durante toda nuestra vida: morir. Segundo a segundo estamos muriendo y vivir es la forma más lenta de perecer. Así como lo que se puede quebrar ya está roto, lo que está vivo ya está muerto. Es la consecuencia. Y la consecuencia siempre es natural.

La muerte. Generalmente nos la pintamos aparatosa. Con muñequito de tiza dibujado en el piso. Un accidente de tránsito, un atraco a mano armada, un infarto fulminante a la salida de un vagón del metro a la hora pico. Otras veces, somos más compasivos, más complacientes. Una enfermedad que nos quita el aliento en la cama, un paro cardíaco mientras dormimos, una vejez imposible de seguir manteniéndose. Pero la rigidez y ecuanimidad de la voz, esa que me forzaba a entender que lo inevitable es inevitable, me llevó a pensar en otras muertes. En las cotidianas. Morimos demasiado en demasiados lugares.

¿Todo el mundo sentirá esa voz? ¿Todo el mundo recibirá el anuncio? Hay quienes piden disculpas por algo que les atormentaba y mueren a los días. Otros cambian repentinamente con respecto a una situación y otros revelan un secreto oculto durante años. Como si supieran. Como si la vida se les hubiera convertido en despertador y el ring ring de la hora final estuviera sonando. ¿Habrá una suerte de pacto, de negación universal que lleva a los hombres a descreer lo que les dice un día cualquiera una voz?

El día de mi muerte anunciada me duché y sentí el agua corriéndome por el cuerpo. Ni malo ni bueno. Sólo agua deslizándose por una forma que resultaba ser yo, el cadáver con vida de un hombre que podía ser cualquiera. Todo cobraba sentido a la luz del plazo. Mi vida, para ser más exactos.

Vamos muy de prisa para ver, para vernos, para entendernos la existencia. Sin embargo, cuando sabemos que vamos a morir, cuando lo aceptamos y no le tenemos miedo a la idea, sabemos que somos cualquier hombre. Y sentimos paz.

Ese día le di un beso a mi madre y la contemplé en su circunstancia. Era imposible que no fuera bella. Salí. Imaginé los dedos de las manos de mi viejo, me di cuenta que no abrazaría más a la mujer que amo mientras dormimos juntos, recordé a aquel amigo del colegio que me enseñó a chutar el balón de fútbol, evoqué a mi hermano muerto, a la sonrisa de mi hermana, pensé en el hijo que no vería nacer, en la lluvia que no vería caer, recordé que una vez un amigo me dijo que me admiraba, sentí lástima por el gato que tuve una vez y nunca apareció, confirmé que Bruce Lee era el ser humano más rápido que no conocí, medité en lo fiel que es un perro, en que un monje zen puede enseñarnos muchas cosas aunque no las entendamos, en que querer fumarse un cigarro es el peor de los últimos deseos, en muchas cosas pensé; todas imposibles por naturaleza, por no ser de este mundo, por pertenecer al pasado, o al futuro. Después hice todas y cada una de las cosas que creía urgentes y ya no lo podían ser. Las hice en un ahora invencible, uno que no podía morir. Volví a mi casa. Era ya de noche. No había ansiedad pues no se esperaban resultados. No había expectativas. Era yo y lo inevitable. La voz y yo. No había abandono, ni indolencia, ni resignación. Había aceptado.

Llegó la medianoche. Nada pasó. Llegaron los días y con ellos los cambios. Una única cosa se mantuvo igual y en armonía: la voz de la certeza. La que nunca calla.