viernes, 29 de mayo de 2009

Los Samuráis también lloran

A estas alturas, el hombre no sabe con certeza si se trata de un bosque de bambúes, o si es un único bambú, inmenso, entretejido y poderoso, el que ha brotado omnisciente y se ha adueñado de un espacio que convierte en bosque. Las lluvias han comenzado y con ellas el verde se ha hecho fuerte y flexible, como una espada de jade. Los ríos han crecido. De sus aguas furiosas nacen los rugidos de un dragón que vomita con furia su propio fondo. Los cadáveres de animales y hombres circulan arrastrados por las aguas como parte de la purga. Pronto será la época del loto.

El hombre está sentado con las piernas cruzadas. Medita con los ojos abiertos, inmóvil. ¿Cómo se puede creer tanta irrealidad? Este hombre, que resulta ser un samurái, sondea, mira desde lejos su propio cauce, su propia mente, sus pensamientos, eso que es él mismo, y no. Describir a este hombre sería una contradicción, porque todo está vacío de existencia intrínseca, incluyéndole. Sin embargo, es por estar vacío que el hombre se agrupa y existe. Como todo. Así que no sería totalmente errado decir que su cabello es negro azabache, largo y terminado en cola de caballo. Su kimono de mangas largas ha devenido en gris, sus dos espadas descansan cada una a un lado de su cinturón de tela, sus sandalias de paja y madera yacen vacías en la tierra, confirmando la desnudez de sus pies. Desde sus ojos abiertos, la realidad invisible del que ve sin ver se le muestra sesgada. Así es la acción de la no acción.

En la historia de este samurái no hay estandartes ni repiquetear de tambores. No hay jade, no hay oro, no hay batallas grandiosas. Sólo está el silencio, uno que dice más de él, de lo que es, de lo que piensa, que del silencio mismo. Su leyenda es tan simple como su represión: su fuerza está contenida en una mezcla de odio y vergüenza. Nadie ha muerto bajo su espada. Nunca ha querido desenvainar. Muchos le toman por cobarde, débil. Él sabe que no lo es, aunque no sepa la razón. Pero nunca ha desenvainado, ni siquiera cuando debía. La naturaleza todo lo cobra y lo transforma: las reacciones nacen de las acciones, se quiera o no. El reprimir una reacción es también una acción, una que con el tiempo, inevitable y certero, termina en una especie de harakiri lento y doloroso.


Este samurái está perdido entre los hombres porque no reconoce ni recuerda a ninguno. Su inmovilidad, su inacción, no le ha hecho uno con la espada, sino dos entes separados, dos extraños que se avergüenzan el uno del otro. Hay decisiones que nos convierten en objeto de la omisión. Y a consecuencia de ellas la gente muere. El samurái tiene muchas muertes encima, a pesar de no haber desenvainado su espada. Ese es su pecado. La indolencia.

Hoy es el día en el que ha decidido tomar la empuñadura. Vengar a los fantasmas ululantes de la culpa. Vengarse a sí mismo, a su descuido, su negligencia, a sus muertes pequeñas. No siente miedo, aunque sabe que va a morir. Ha estado muriendo desde hace mucho, así que sólo se trata de una cuestión de velocidad y filo.

El samurái desenvaina la espada hasta la mitad de la hoja. Un sonido agudo se suspende en el bosque y vibra entre las hojas de los árboles. La espada queda a mitad de camino. El hombre no duda, no teme, no se impacienta. Todo tiene su momento, uno que siempre llega. Del ojo del samurái cae una lágrima, y puede que sea coincidencia o premonición, lo cierto es que la lágrima va a tener al mismísimo filo de la espada. Como su vida, su lágrima se divide en dos y rueda por ambas caras del acero.