martes, 3 de noviembre de 2020

Icebergmorfismo

Cuando Maquiavelo desarrolló su pensamiento en su libro El Príncipe, una obra caracterizada por su pragmatismo,  utilitarismo y transaccionalidad, lo hizo exclusivamente pensando, al parecer, en los mandatarios y la relación de estos con el poder y los súbditos.  Sin embargo, es indudable que la visión maquiavélica del mundo, que consideraba al hombre político como un ser predipuesto naturalmente a la degradación, si no de la moral, al menos de su carácter en el mejor de los casos, se ha ido asentando en el vientre mismo del hombre de hoy, ya no como sujeto de poder sino como individuo subjetivo aislado, como la persona (incluída la acepción de careta, máscara) individualista y autocentrada de estos tiempos históricos marcados por el neoliberalismo salvaje, el hiperconsumismo, la competencia caníbal y el darwinismo social.
Este nuevo hombre sometido además al peso del marketing y el imperativo del éxito, que sufre sin permitirse mostrar ese sufrimiento a otros, ese hombre "feliz" que bien pudiera asimilarse  en su fuero interno al modelo de Huxley, ese hombre "feliz" reitero, se repliega para sobrevivir-se, en la fortaleza material externa que ha logrado construir-se a punta de avaricia y sacrificio en los casos más afortunados, una fortaleza que idolatra y cuida a costillas de su placer,  su tranquilidad, su alegría y sobre todo, a costillas de su propia creatividad. Es en ese bastión de hielo, esa estructura de copia, de plagio y repetición que son las capas superpuestas de algo, que habita el ser translúcido, frío y espinoso que es el hombre iceberg, siempre defendiendo su propio merecimiento, su media verdad, su punta de verdad. Sin embargo, es debajo del agua que ese hombre esconde su pesimismo, su intolerancia, esa fragilidad extremadamente sensible en sus partes internas que encuentra compensación en ese deseo tanático de estar siempre presto a hundir un Titanic, a colisionar con la embarcación que es el otro, que es lo diferente, que es lo antagónico. 

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