martes, 16 de octubre de 2018

El Coleccionista de Heridas

El coleccionista de heridas se toma su tiempo con cada daño, cada cicatriz. Usa pinzas y alfileres para extenderlas sobre la nostalgia que a veces acompaña el resentimiento, las clasifica por época, por victimario, por profundidad, longitud y gravedad; las limpia, las empapa en formol, las enmarca en madera pulida y cristal.

Más allá del simple acto de admirar y poseer, el coleccionista de heridas cree no tener una razón para coleccionarlas; sin embargo, siente una inexplicable ansiedad, una inquietud de espíritu, cuando no lleva a cabo la misión personal de conseguirlas, agruparlas y perpetuarlas. Sin el comfort de saber que allí las tiene, que siempre le están esperando, no sabría qué hacer. Esas heridas son su morada y su desamparo.

El coleccionista de heridas no va a tomar la iniciativa para hablar de su afición pero si se lo pides, con mucho gusto te enseñará los especímenes más comunes pero no menos bellos, no menos muertos, de su colección. Te hablará sobre ellos como si fueran sus hijos porque de alguna manera lo son. Miles de historias ocurrentes saldrán con orgullo de su boca y luego terminará cambiando de manera abrupta la conversación, llevándote a otro lado, avergonzado por la culpa de su satisfacción.

Hay unas heridas que no te va a enseñar, unas de las que no va a hablar. Son las menos evidentes, las más profundas, las más secretas y dolorosas, las que han dejado la peor cicatriz o han causado el mayor dolor. Esas son las incurables y son las que considera más valiosas. Esas, las tiene en una gaveta, bajo llave. Son las que nunca exhibe. Las peligrosas. Las que dejaron gente que le importa.

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