sábado, 25 de abril de 2009

Sócrates no me conoció

Sólo sé que sé mucho.

Sé lo que es la soledad. Esa que te asalta entre las multitudes, que te embarga entre el ruido y la algarabía. Esa que, a veces te muestra que estás solo, otras, inexpugnablemente saturado.

También sé lo que es el vacío. No la vacuidad sublime de Avalokistevara, no el estado puro de ausencia de ego, sino el vacío repleto de ecos, caminos y memorias. Ese vacío que siempre está tan lleno que no te deja respirar.

Conozco lo que es tener miedo. Ser adicto al miedo. Llegar incluso a necesitarlo, echar mano de él para evitar ser un desprotegido ante las circunstancias. Y la vida.

He sentido la agonía de contener el llanto durante años, de fingir sonrisas a plazo fijo, de decirme que todo va estar bien aunque sepa como terminan los futuros. He soportado la crueldad de los espejos, de los de azogue y de los humanos que me reflejan, de aquel que te presiona desde los ancestros y los ascendientes, el de la repetición, el que es lago revuelto, el de la casa de la risa que te distorsiona, te emula y te crea de nuevo dejándote dudas acerca de la imagen original.

Sobre mí han caído los juicios como persianas corredizas, esos que nublan, que te dejan en la oscuridad de tus propias voces y sinsabores. He sido extranjero, outsider, prisionero de guerra, refugiado, maldito, demonio, ángel de la guarda, egoísta, generoso, pendenciero. En mí se resume un carnaval con su festival de caretas, se condensa una novela con su retrato de Dorian Gray pudriéndose en un lugar escondido. He sido muchas cosas y ninguna al mismo tiempo.


Sé lo que es beber en un bar solo, fumar en la madrugada equivocada, extrañar a alguien que murió, el tener pesadillas por una pelea de boxeo vieja que se ha retransmitido, el ver a un amigo llorar, el ver a una mujer llorar; sé lo que es confiar y lo mucho que duele aunque no te traicionen. He vivido lo que es no sentir compasión ni siquiera cuando te obligas, lo que es darte contra la misma pared cada vez que la ves, he sentido lo que es la inseguridad y lo mucho que corroe, incluso a otros.

Entiendo lo que es olvidar y ser olvidado, lo que es estar triste, deprimido, eufórico, lo que es ser víctima y victimario al mismo tiempo, lo que es despertarse con el mundo palpitándonos en la piel; he recibido el gancho al hígado de una sola palabra que te da en el lugar preciso el día que menos te lo esperas.

He vivido y dejado de vivir. Conozco las partes buenas del trato. Y las malas. También he sido feliz. E infeliz. Sólo una cosa: nunca he mentido y no creo en las armaduras ni en los chalecos antibalas.

Reitero: sé que sé mucho. Con todo lo que implica. No ha sido nada fácil, pero a pesar de todo, de todo lo que sé, a pesar de que nada de esto se borra o se maquilla, no he dejado de creer. De levantarme. Creo que después de todo, he aprendido a ser un hombre.

martes, 14 de abril de 2009

Ven tal como eres, como eras

A Kurt Cobain

Si él hubiera sabido que ese día iba a morir, todo hubiera sido distinto.

El juego. Todos estamos en la vida, irremediablemente, jugando, haciendo lo mejor que podemos con lo que tenemos. Vivir es jugar y no hay alternativas. Cada quien tiene sus fichas, sus talentos, sus culpables, sus fantasmas, sus anhelos. Pero al final lo importante no son los jugadores, las metas, ni el juego mismo. Sino como se juega.

Hay reglas. Algunas son flexibles y admiten excusas. Otras nos permiten echar mano a chivos expiatorios. Otras creernos víctimas o culpables. Pero las importantes son las inquebrantables. La muerte es una de esas reglas que no admite evasivas, ni preguntas, ni maquillajes. Ella es así y no de otra manera. Negarla implica afirmarla primero, por eso, transgredirla o tratar de olvidarla es un acto descabellado a nivel práctico, se vaya ganando o perdiendo. Al igual que muchas otras cosas, morir no es ni bueno ni malo, sólo es. Y cuando se le reconoce como un hecho honesto, latente, definitivo e inquebrantable, el juego se reafirma y cobra sentido. No lo contrario.

Así que si al menos él hubiera considerado que ese era su último día, que no habría otro, quizás no hubiera hecho muchas cosas que sí hizo. Su movida habría sido distinta, sus peones, otros. Es posible que se hubiera levantado, disfrutado de las gotas de lluvia que golpeaban la ventana de su cuarto, se hubiera bañado sintiendo, sin pensar, y hubiera agradecido poder vestirse y tener unas botas de cuero como aquellas. Le hubiera dado un beso a la mujer que dormía, profunda y sincera, en la cama compartida, le hubiera dicho en un susurro te quiero, y habría visto a su perro en el piso, reconociendo su nobleza, dejando incluso que le lamiera la cara, sin las interferencias del asco o la incomodidad. Como el tiempo hubiera apremiado, haría esto y no aquello.

Se montaría en el carro. Escucharía a Kurt Cobain como un acto de revelación y no de desesperanza, vería la ciudad como algo desnudo, un reflejo de sí mismo y de todos los hombres, se reconocería en cada peatón, manejaría hasta casa de sus padres, se tomaría un café con ellos y miraría mucho a los ojos de sus hermanos mientras le hablaban. Sin expectativas. Agradecido.

Luego regresaría. En el camino recitaría un poema, o una plegaria, o un mantra. Ya en casa tomaría su almuerzo sintiendo cada sabor, dormitaría quince minutos, despertaría, pintaría un cuadro, leería un cuento de Bukowski, bailaría con la mujer una canción suelta, pensaría en Buda, Kerouac, Neruda, sentiría compasión por las rosas en el jarrón, vería al zancudo en su brazo alimentándose con su sangre, se fumaría un cigarro y dejaría una carta para un amigo. Luego cenaría.

Cansado, como seguro estaría con todos estos hechos inexistentes, consideraría las opciones a mano: sentado en el inodoro la escopeta, el revólver parado sobre su escritorio, el cuchillo y las venas metido en la bañera. O ninguna. Quizás sólo esperaría.

En todo caso, si él supiera que ahora le toca morir, iría de mano de la muerte a donde hubiera que ir tal como él debió ser, como debe ser. Pero cada uno juega a su manera, observa o no las reglas y hace lo que tiene que hacer. Para él, ya es demasiado tarde.

miércoles, 8 de abril de 2009

Los perros no saben de bloqueos

Rocky lo ve con sus ojos tristes. La mayoría de los perros de esa raza parecen tenerlos. Los ojos tristes. Él ha decidido no proyectarse en su perro. Sabe que sería un acto de injusticia achacarle cosas a un ser tan noble. Así que no lo define, no lo categoriza como un perro triste. Sólo se fija en sus ojos.

Su perro es lo único que le ha quedado luego del divorcio. Bueno, también están el cheque equivalente a dos meses de sueldo y la cuenta de retiro a plazo fijo. Pero el cheque ya se le ha esfumado en la mudanza y la cuenta no puede hacerse efectiva sin que se pierda la casi totalidad de los fondos. Ambos son recursos inútiles: uno no existe ya, el otro está enterrado en el término de un acuerdo. Rocky es lo único. Lo actual. El resumen vivo de la separación.

La gente siempre pregunta. Cuando le preguntan, él les dice que ambos trataron duro, que ambos hicieron un esfuerzo. Incompatibilidad de caracteres lo llaman y él echa mano a la definición, a la clasificación, como si todo fuera tan sencillo. Puede que de tanto repetirlo un día se lo crea. Pero aún no ha llegado a ese momento. En el fondo, su opinión es otra. Diferente. La mujer había crecido pantalones. Unos largos. Más largos que los suyos. Puede que hasta haya crecido un pene. Y esto siempre es un problema.

Después estaba el asunto del tipo. Había aparecido uno. Al final siempre pasa. De conocido circunstancial, el tipo pasó a ser un amigo de toda la vida: uno de los que entiende, de los que pone el hombro y es pañito de lágrimas. Uno de esos que consuela. Las aves de carroña son una realidad, son antipáticas, oportunistas, depredadoras, pero uno no las toma contra ellas. Es su naturaleza alimentarse de las vísceras de otros. Para eso existen. No son ni buenas ni malas, sólo son un resultado. Es necesario que exista un cadáver, un cuerpo muerto y hediondo, un fallo, para que aparezcan y coman. Por eso él no lo toma contra ellas. Ni contra el tipo.

Quedan Rocky y él, él y el perro. También están las deudas, la soledad, las preguntas. Están las páginas en blanco. Él siente un desgano absoluto por escribir. Es escritor pero se le han acabado las historias, se ha quedado atrapado en una. En la suya. Y todo es descenso, caída. No sabe cómo escapar. Y Rocky no puede. Le es imposible escapar. Lleva collar y cadena. Sólo lo sigue. Siguiendo, descendiendo.

A veces llora. Saca a Rocky a pasear y llora. La gente lo ve con terror. Cambian de acera. Él sigue paseando al perro mientras llora. Llorar no resulta conmovedor a las seis de la mañana. Es una cuestión de perdedores. Él sabe que no se lo dicen, pero lo piensan. A sus espaldas la gente piensa que es un bicho raro, un perdedor. Pero él es lo que es. No le importa. La valía no tiene que ver con los resultados del juego. Sino con la calidad. Se es buen jugador o no.

En el descenso son muy pocas las cosas que se pueden hacer. Para subir hay que romper la inercia, para caer no es necesario hacer nada. Son pocas las cosas que se pueden hacer. Él no hace nada. Está bloqueado. No intenta siquiera meditar. No le resulta cómodo ni inteligente. Tiene mucha mierda adentro y no quiere remover. Sólo mira a su perro, a la página en blanco, a su perro, a la página en blanco.


Como todo lo que sube también baja, es posible que también lo que caiga pueda elevarse de nuevo. Para ese momento él espera estar preparado. Puede que tenga algo para escribir. Puede que levite. Mientras, espera. Y Rocky; bueno, no está triste. Sólo son sus ojos. Un perro no sabe de bloqueos, de estancamiento. No juzga, no condena, no resuelve, no intelectualiza, no proyecta. Es más básico y más grandioso. Es por eso que Rocky no está triste.

miércoles, 1 de abril de 2009

De callejas y sin salidas

En la calle a cualquiera le caen los males. Y ahora que hasta la comae’ riega mis cosas, tengo que andar mosca, pues uno nunca sabe cuando te andan cazando, que siempre hay alguien que quiere agarrarlo a uno en la bajadita. Acabo de dejar a mi vieja, Biblia en mano, ida de si frente al televisor, arrullándose la vida con la final del juego de béisbol. Ella no ha querido mudarse del barrio, sigue viviendo en el mismo rancho de Chapellín en el que crecí. La verdad, a mi ya no me gusta venir para acá, pero me parte el alma no visitarla, sola como está, con la espalda deshecha de tanto trabajo como doméstica en casa de sifrinos. Siempre va a ser mi madre, aunque me diga a cada rato que soy hierba mala. Y antes de cruzar la puerta una vez más escucho el murmullo: El que a hierro mata a hierro muere…

Por estos lares hay más de una piraña que le gustaría meterme el diente. Es por eso que ando con el yerro en la cintura, por si se forma el sal pa’ fuera. Ahora mismo, desde alguna platabanda, alguien lanza fuegos artificiales al aire, seguro como celebración anticipada por el juego de pelota que aún no termina, y yo, que lo único que siento es detonación, saco por instinto la Glock , buscando de donde viene la brega, con los músculos tensos y la mandíbula apretada. Gracias a Dios y a la Virgen que no ha sido nada.

De aquí pienso lanzarme de una para el punto a descargar la mercancía que llevo conmigo, y de allí me voy para casa de La China, mi jevita, que hoy tiene bonche en su casa. A ver si hoy mi Chinita me da lo que me corresponde, que lo prometido es deuda, y estoy ya que no me aguanto de las ganas que le tengo. Si me pongo dichoso es capaz que me quede allá esta noche, y mañana descanso, que el último cargamento se ha ido rápido y todavía faltan algunos días para el otro.

A la altura del puente, cerca de la cancha, veo el reflejo de las luces de colores de la patrulla. Los pacos se están tirando tremenda redada está noche en el barrio, puede ser que estén cortos de real o quizás andan buscando a alguien. Lo cierto es que ya no hay vuelta atrás. Ahora que ya me ven venir, si me devuelvo me jodo. Sólo me queda poner cara de yo no fui y rezar para que no me paren.

Ya los tengo como diez pasos detrás de mí cuando escucho la voz de alto. Mento madre en silencio y trato de dejarles el pelero. Corro lo más rápido que puedo, pero los tombos no andan con cuento y empiezan a dispararme. En una de esas siento un candelazo frío a la altura de la batata derecha, una puñalada de mentol que arde y se extiende, y la pierna se me duerme, y caigo boca abajo en la calleja, en contra de mi voluntad. Sin pensarlo me volteo, saco la nueve y empiezo a tirarles plomo puro, a lo loco, como un Juan Charrasquiao’ sin puntería pero con las bolas bien puestas. El ambiente se llena de cohetes, de ladridos, gritos y disparos, y el estrépito que origina la victoria del equipo de la capital, que le ha metido nueve arepas por el pecho a su contrincante, se confunde con el tiroteo, esta batalla campal de las que hasta entonces había siempre oído en las noticias, pero que hasta ahora nunca había protagonizado.

Quiebro a uno de los pacos, lo sé porque se ha caído y ya no se mueve. Pero creo que esto pone peor las cosas, porque la arremetida de los otros me viene con todo. Siento otro pinchazo de fuego a la altura del brazo derecho, me han dado otra vez, y ahora si que estoy jodido porque la mano se me rebela y suelta la pistola, traicionera como se ha vuelto por culpa del plomazo. Ya uno de los tombos se me viene encima, y me remacha con un derechazo tipo Macho Camacho que me deja los ojos claros y sin vista.

El policía más joven maneja y el otro se ha quedado conmigo en la parte de atrás de la patrulla. Otro se ha quedado en el sitio del suceso, junto al cadáver del compañero muerto, hasta que llegue la furgoneta de la morgue. Con tiza blanca va demarcando su silueta y haciendo un boceto aproximado de la que será la mía, recogiendo los casquillos de bala y alineando en el pavimento los dediles que me quitaron en el cacheo. El que está atrás conmigo debe haber sido boxeador porque sabe cómo y dónde dar. Ya he perdido un montón de sangre y estoy por desmayarme. El de adelante pregunta al púgil de uniforme si me llevan al hospital. Y yo sólo alcanzo a oír ni de vaina, sólo da vueltas...