domingo, 14 de junio de 2020

COVID 19: el momento filosófico

Lo cotidiano obedece a las reglas de la subjetividad, de lo íntimo, mientras que la rutina, a las del orden, propias del tiempo y el espacio. La libertad, ese estado de sosiego sobrevenido por la aceptación inconsciente y tácita de que aquello que está pasando en el momento y el lugar en el que nos encontramos es lo que es, la confluencia además de este aquí y ahora con lo que queremos sin desear; es decir, la aceptación, esa carencia de expectativas, deseos o frustraciones de nuestra voluntad en el acaecimiento; reconcilia y unifica a lo cotidiano con lo rutinario y viceversa, estableciendo un orden no sólo en el ámbito extrínseco, sino intrínseco de la realidad. Es allí en esa coincidencia cuando las cosas libres pueden transcender, ser al mismo tiempo, medibles y justas, diferentes y bellas. El haz de luz que traspasa la ventana de lo real hace desaparecer el cristal, los conceptos de luz y ventana desaparecen en su interpretación binaria y el cuestionamiento hacia algo nuevo se manifiesta: lo luminoso. Desde esa perspectiva, las cosas empiezan a mostrar significados más abiertos e independientes del consenso. 

A veces, el encierro, libera. Las gríngolas invisibles de lo externo no tienen sentido en el mundo de lo interno. En el claustro, la distracción diaria da paso a la atención, entonces, surgen los pruritos de la reflexión, el cuestionamiento y la introspección y con ellos, las preguntas propias del arte, la filosofía y la religión. Lo "normal" se pone en el tapete, no bajo el microscopio del análisis sino bajo el signo de la interrogación. Algunas respuestas dan paso a una belleza antes inadvertida, sencilla pero no simple. Otras, nos muestran patrones y tejidos que antes no veíamos. Y nuestra vida cambia y tenemos que escoger entre lo bello, la verdad, la mentira y la paranoia. Creer ya no es una opción. Creer es decidir que algo tiene que derrumbarse. Es una decisión metafísica.

Vivimos un momento filosófico por excelencia. Los cimientos del mundo han visto tambalear las razones de su lógica con la aparición del Covid-19. El tapiz de lo externo y lo social ha empezado a desentramarse, idas como estaban desde hace tiempo las costuras del nosotros y del bien común. El siempre pendiente futuro distópico tuvo por fin causa y fecha. Y ya no pudimos ocultar el miedo y la neurosis que nos ocasiona ver a estos tiempos a la cara, sin velos, sin maquillaje, sin demasiada esperanza.

Somos seres que, aunque subjetivos, antropocéntricos, nos hemos volcado hacia el afuera. Pasamos de crear la realidad a ser mal creados por ella. Esto ha sido especialmente notable en los últimos tiempos producto causal del liberalismo caníbal, del darwinismo social que nos degrada y envilece. La cosificación, el consumo anestésico, el corporativismo, la transaccionalidad de las relaciones, la masificación de la felicidad en las vitrinas de las redes sociales, la reducción de la relación al rango operativo, la instrumentalización de la otredad; todo ha desembocado en la manera en que ya no convivimos sino contravivimos, en la forma en que nos autoexplotamos y explotamos a otros, en nuestra relación casual y superficial con el conocimiento, en el onanismo efímero del entretenimiento. Nos hemos y nos han convertido en seres de superficie, incapaces, indefensos, indiferentes ante la profundo. Vivimos en lo externo de las cosas, justo allí donde la tierra es yerma y crecen con facilidad los hierbajos de la perversidad.

Frente a la incomodidad de la introspección, la tentación del hedonismo y la negación que nos facilita la tecnología, ante el dolor que nos causa el cuestionamiento existencialista; apostamos a la epidermis. Vivimos entonces una suerte de banalización existencial. Nos gobernamos bajo un orwellianismo donde todos somos nuestro propio Gran Hermano, uno que ha perfeccionado su manera de vigilarnos y controlarnos porque somo nosotros mismos. La premisa es la misma que propone el bueno de George en 1984: la ignorancia es la fuerza, la ignorancia es la vía, el desconocimiento y la incomprensión es salvación. Sin embargo, en esta nueva versión de la teoría de Orwell, el poder que nos autoejercemos no va dirigido a desconocer o disimular lo externo, sino a nuestro mundo interno. Creemos que la verdad está fuera en la simulación insondable de circunstancias y que la tragedia es algo distinto a lo creado por nosotros en nuestro propio desconocimiento. Vivimos en la selva oscura de Dante incapaces de darnos cuenta de que Virgilio está ahí, queriendo hablamos, advertirnos. 

Adelantándose a los ardores de nuestro presente, el escritor J.G. Ballard sostuvo que el verdadero territorio a ser explorado por la ciencia ficción no era el espacio exterior, sino el interior. Tenía razón. Hay que reiterar: vivimos momentos filosóficos. El futuro llegó, lo normal se está desmoronando y nosotros, con ello. Es menester ser libres. Autolibres si se quiere. Y eso no nos lo va a otorgar nada del afuera.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Vicente, es lo que hemos venido comentando y discutiendo desde que iniciamos el club de lectura. Particularmente siento la necesidad como sociedad de reconvertir ese consumo anestésico, que se ve expuesto públicamente en esa transición y masificación en que se han convertido las vitrinas de las redes sociales. Ballard conduce al lector a ese territorio interior y eso, según mi estimación, es lo que se debe explotar, masificar, antes de que nos desmoronemos por completo.
Saludos y gracias.
H. Silva

Cinzia Ricciuti dijo...

Nos han hecho entender que en lansuperficialidad respiramos y en lanprofundidad nos ahogamos. Muchos están convencidos de ello, eso no significa que puedan "desconvencerse". Creo que ser francos y apostar por la belleza y la franqueza es un buen modo de vivir, por dentro y por fuera. La selva oscura es un lugar del que hay que salir fortalecidos, esa es la paradoja.
Un abrazo
Cinzia