domingo, 22 de marzo de 2009

Un muerto en un día cualquiera

Tenía cosas urgentes que hacer, así que me levanté temprano. Me senté en la cama. Éramos la modorra de una noche bien dormida y yo. Y el vacío. Ese breve instante que va desde que nos incorporamos una mañana cualquiera, hasta que ponemos los pies en el piso frío. Un tiempo sin segundos, sin espacio, sin algo definido. Esa dimensión que todos presentimos en pleno estornudo y que olvidamos luego, como si la vida fuera por momentos un orgasmo infinito y sin nombre. Fue en esta circunstancia casi indescriptible que el pensamiento se hizo inmediato, inevitable: hoy me voy a morir. No era una idea prefabricada, rumiada, repetida; todo lo contrario, era auténtica, novel. Hoy me voy a morir. La voz era de certeza.

No sentí miedo. Ni angustia. Estaba tranquilo. Las cosas son de una manera porque no son de otra. El pensamiento se hizo verbo y con él se manifestó un decreto. Era así. Llamar algo por algún nombre no cambia ningún resultado y la voz dijo lo que tenía que decir. Sin embargo, a pesar de la aceptación tácita que significa saber que tarde o temprano nos vamos a morir y que es hoy el día que nos toca, me sobrevino una pequeña molestia, algo casi imperceptible. Una piedrita en el zapato. Y es que nos rebelamos. Tarde o temprano todos luchamos. Llámenlo hábito, instinto. Siempre queremos que las cosas sucedan cuándo y cómo queremos. Si no, peleamos. No queremos morir, hemos nacido para luchar. Sólo que no sabemos que pasamos la mayoría del tiempo luchando contra nosotros mismos. Contra nuestra propia muerte. Aunque miremos fuera.


Pensé en no moverme, en renunciar al día, como si fuera posible paralizar la vida para burlar a la muerte. Pero no necesitaba hacer algo para morirme. Podía quedarme ahí, quieto, inmóvil, latente, y sin embargo, seguir acercándome a la muerte, a la voz; después de todo, eso es lo que hacemos durante toda nuestra vida: morir. Segundo a segundo estamos muriendo y vivir es la forma más lenta de perecer. Así como lo que se puede quebrar ya está roto, lo que está vivo ya está muerto. Es la consecuencia. Y la consecuencia siempre es natural.

La muerte. Generalmente nos la pintamos aparatosa. Con muñequito de tiza dibujado en el piso. Un accidente de tránsito, un atraco a mano armada, un infarto fulminante a la salida de un vagón del metro a la hora pico. Otras veces, somos más compasivos, más complacientes. Una enfermedad que nos quita el aliento en la cama, un paro cardíaco mientras dormimos, una vejez imposible de seguir manteniéndose. Pero la rigidez y ecuanimidad de la voz, esa que me forzaba a entender que lo inevitable es inevitable, me llevó a pensar en otras muertes. En las cotidianas. Morimos demasiado en demasiados lugares.

¿Todo el mundo sentirá esa voz? ¿Todo el mundo recibirá el anuncio? Hay quienes piden disculpas por algo que les atormentaba y mueren a los días. Otros cambian repentinamente con respecto a una situación y otros revelan un secreto oculto durante años. Como si supieran. Como si la vida se les hubiera convertido en despertador y el ring ring de la hora final estuviera sonando. ¿Habrá una suerte de pacto, de negación universal que lleva a los hombres a descreer lo que les dice un día cualquiera una voz?

El día de mi muerte anunciada me duché y sentí el agua corriéndome por el cuerpo. Ni malo ni bueno. Sólo agua deslizándose por una forma que resultaba ser yo, el cadáver con vida de un hombre que podía ser cualquiera. Todo cobraba sentido a la luz del plazo. Mi vida, para ser más exactos.

Vamos muy de prisa para ver, para vernos, para entendernos la existencia. Sin embargo, cuando sabemos que vamos a morir, cuando lo aceptamos y no le tenemos miedo a la idea, sabemos que somos cualquier hombre. Y sentimos paz.

Ese día le di un beso a mi madre y la contemplé en su circunstancia. Era imposible que no fuera bella. Salí. Imaginé los dedos de las manos de mi viejo, me di cuenta que no abrazaría más a la mujer que amo mientras dormimos juntos, recordé a aquel amigo del colegio que me enseñó a chutar el balón de fútbol, evoqué a mi hermano muerto, a la sonrisa de mi hermana, pensé en el hijo que no vería nacer, en la lluvia que no vería caer, recordé que una vez un amigo me dijo que me admiraba, sentí lástima por el gato que tuve una vez y nunca apareció, confirmé que Bruce Lee era el ser humano más rápido que no conocí, medité en lo fiel que es un perro, en que un monje zen puede enseñarnos muchas cosas aunque no las entendamos, en que querer fumarse un cigarro es el peor de los últimos deseos, en muchas cosas pensé; todas imposibles por naturaleza, por no ser de este mundo, por pertenecer al pasado, o al futuro. Después hice todas y cada una de las cosas que creía urgentes y ya no lo podían ser. Las hice en un ahora invencible, uno que no podía morir. Volví a mi casa. Era ya de noche. No había ansiedad pues no se esperaban resultados. No había expectativas. Era yo y lo inevitable. La voz y yo. No había abandono, ni indolencia, ni resignación. Había aceptado.

Llegó la medianoche. Nada pasó. Llegaron los días y con ellos los cambios. Una única cosa se mantuvo igual y en armonía: la voz de la certeza. La que nunca calla.

2 comentarios:

José Roversi dijo...

Estupendo hermano, me ha gustado mucho. Esa lógica introspectiva es la que nos abre al conocimiento. Un abrazo.

Mar dijo...

Llegué acá. Podría haber empezado por el final, leer aleatoriamente.
Caí en este post. Quizás sea porque la muerte me busca a diario.
Vine a revivir una letra muerta hace 2 años con mi lectura; ahora este texto vuelve a latir un tiempo más...con la certeza de que inevitablemente algún día morirá de nuevo. Hasta nuevos ojos.

Un beso.

PD: No hago comentario alguno respecto del texto porque cuando algo me parece excelente en cuanto a forma y fondo decir algo me parece una insolencia.